Mostrando entradas con la etiqueta Jesús Martínez Álvarez. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jesús Martínez Álvarez. Mostrar todas las entradas

5 de octubre de 2008




Las siete virtudes del gobernante (IV)

 

D I G N I D A D

 

 

"Si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo"

Mateo 15.14 (La Biblia)

 

Por Jesús Martínez Álvarez

 

En una democracia, el gobernante lo es por decisión del pueblo, fuente original del poder. Es, por lo tanto, su mandatario y su representante. Ningún honor más alto y ninguna responsabilidad mayor. El gobernante debe saberlo desde siempre y recordarlo para siempre.

 

Gobernar implica la obligación de actuar con dignidad.

 

Quien gobierna ya no se representa sólo a sí mismo sino, necesariamente, al municipio, al Estado, al país que gobierna. No puede, en consecuencia, suponer que su comportamiento sólo incide sobre su persona. Por el contrario, debe ser consciente de su representación y corresponder con dignidad a la suprema dignidad del pueblo.

 

Dignidad no es sinónimo de solemnidad ni de rigidez; no lo es tampoco de distanciamiento o de seriedad extrema. La dignidad es una cualidad de la conducta, mediante la cual se expresan los principios y valores de la persona y, en el caso del gobernante, de la sociedad que gobierna.

 

Hoy, más que nunca, un gobernante debe estar consciente de que ocupar un cargo de esta naturaleza lo obliga a actuar con la dignidad que exigen los ciudadanos.  Esto incluye el aceptar si se tiene o no la capacidad de poderlo desempeñar adecuadamente.

 

El gobernante no debe confundir el rehuir su responsabilidad por cobardía o sostenerse en el mismo a como dé lugar con una supuesta dignidad.



 

El pueblo, que muchas veces ignora el gobernante, cuenta con la sabiduría suficiente para percibir de inmediato estas características, que no son producto de un discurso ni de un acto mediático, sino la consecuencia, desde el inicio de su mandato, de una serie de acciones que incluyen varias de las virtudes que debe tener todo gobernante.

 

Nunca se insistirá lo bastante sobre este asunto: la  calidad de la representación implica un deber. Paradójicamente, en ocasiones se le exige más a un deportista actuar de acuerdo con la altura de representación, por ejemplo en una competencia internacional. Si el país representado encuentra que el deportista no se comporta a la altura, verdaderamente se lo demanda. No ocurre lo mismo a veces con el gobernante, aún cuando su representación tiene mayor trascendencia.

 

Por ello es que hay que señalar que el comportamiento digno de un gobernante es una exigencia inherente a su cargo, no una opción.

 

Actuar con dignidad se refiere a todos los aspectos de la conducta, a los accidentales y a los sustanciales. No puede el gobernante perder la compostura en un escenario público a causa de un momento de festejo, como no puede perderla mediante la ira. O el enojo que se advierte cuando algo no le parece. El pueblo debe saber y sentir que cuenta  con un representante y un mandatario sereno, que sabe expresar su alegría sin excesos y sabe controlar su enojo con serenidad.

 

Más aún, el gobernante debe saber responder por su pueblo cuando algo o alguien pretenden vulnerar su soberanía o su prestigio. Debe saber actuar a tiempo cuando se trata de salvaguardar el buen nombre o la seguridad de quienes los eligieron.

 


La dignidad rebasa a la persona, aunque la incluya, y se proyecta a todos los actos de gobierno.

 

Solo actuando con dignidad, en el fondo y en la forma, el gobernante puede convocar con autoridad moral al sacrificio, la lucha, al esfuerzo, a la austeridad, y puede proponer un destino común y avanzar hacia él.

 

La dignidad es una virtud del liderazgo íntegro: reclama, por tanto, congruencia y consistencia en el decir, el pensar y el hacer y desde luego, que este pensar, decir y hacer, se apegue a la voluntad colectiva.

 

Un gobernante puede equivocarse, puesto que tomar decisiones siempre implica un riesgo; lo que no puede permitirse es desempeñarse sobre una línea de comportamiento que violente los valores fundamentales.

 

Finalmente, el gobernante debe tener presente lo que manifestaba Aristóteles: "la dignidad no consiste en nuestros honores, sino en el reconocimiento de merecer lo que tenemos".

 

Mandatario es el que obedece; el que manda es el pueblo.

 

jema444@gmail.com

www.jesusmartinezalvarez.com.mx

28 de agosto de 2008

Las siete virtudes del gobernante (1)




Afortunadamente los casos negativos que aquí se mencionan nada tienen que ver con nuestra realidad. Eso sucede en otro país, muy lejano. En nuestra querida Bolombia no se tiene idea de corrupción, robo, violencia, etc. Pero lo mencionamos aquí para que nuestros castos y puros oídos sepan, de oídas, que en otros lares se presentan hechos que no padecemos. Y para que, gracias a esto, sigamos con la conciencia tranquila. Así que esperamos no se le incomode la conciencia a nadie con las reflexiones de Jesús Martínez Álvarez, un pensador político mexicano.



Las siete virtudes del gobernante (I)


H O N R A D E Z


Por Jesús Martínez Álvarez



La convocatoria para realizar un ejercicio de cuáles pueden ser las siete virtudes del gobernante, ha tenido una gran aceptación.He recibido muchas propuestas, por lo que resulta difícil seleccionarlas, ya que todas son válidas, por ello, elegiré las que, a mi juicio, pueden representar las recibidas.



Las siete virtudes del gobernante no pueden jerarquizarse, puesto que su importancia está a la misma altura, pero como algún orden ha de seguirse, reflexionemos sobre la HONRADEZ.



Más que real o aparente ineficiencia de los gobernantes, más que la pose de infalibilidad que algunos se asignan, más que los posibles errores en las decisiones, más que el afán de protagonismo o la vocación turística, más que el estilo autoritario o la debilidad en el ejercicio del poder, más que cualquier otro motivo de reclamo, la falta de honradez de algunos de nuestros gobernantes es lo que más ha lastimado a los mexicanos.



La carencia de honradez o, para decirlo de otra forma, la corrupción, daña profundamente no sólo porque afecta al erario, dinero común, dinero de todos, sino porque agrede y traiciona la confianza, pilar de toda relación social. Tan arraigada está esta agresión en la conciencia nacional, que nos ha llevado a la pasividad y al desencanto, ya que frecuentemente escuchamos a alguien decir respecto al gobernante entrante: nos conformamos con que no robe mucho. Perdonada la falta, lo único que se temía era el exceso.



La expresión es reveladora y vergonzante. La fatalidad de la corrupción por encima de la posibilidad de evitarla o castigarla. La resignación sustituyendo a la indignación. Pasivos, espectadores silenciosos, todos hemos sido testigos, y cómplices, de la tragicomedia.



Primer acto: personajes sin antecedente de riqueza, se hacen de un espacio en el gobierno, entre más alto, mejor; segundo acto: los personajes negocian, arreglan, venden, traicionan, trafican con influencias, exigen, suman montos insólitos en su haber secreto, efectivo y propiedades al bolsillo; tercer acto: los personajes, antes escasos de bienes y recursos, se despiden de su período de abundancia repentina y se prepararán para saltar al siguiente cargo, teniendo en sus haberes incontables y múltiples propiedades, cuentas bancarias, y lo más usual, nombres prestados para "ocultar" las huellas.



Pero ni la felicidad ni la riqueza pueden ocultarse: los espectadores han de presenciar la obra que no termina nunca y asombrarse de la opulencia construida en unos meses, unos años, instantes generosos de negocios en las sombras.



Esos recursos debieron haber sido devueltos a los ciudadanos en obras públicas, escuelas, hospitales, seguridad, servicios, pero han quedado atrapados en la ambición de unos cuantos. El lenguaje sabe decirlo bien: han sido robados, saqueados, exprimidos por el gobernante y sus cómplices.



La virtud de la honradez se construye desde la infancia. Ya decía Napoleón que la educación de un hijo empieza veinte años antes de que nazca. El gobernante que alcanza su posición sin una clara conciencia del valor de la confianza que se deposita en él, suele extraviar el rumbo, sustituir la visión del bien común por el interés personal, y suele perder la perspectiva del dinero: ve el presupuesto y lo siente propio, como propio lo ejerce y a cada instante se oye el sonido del robo en el bolsillo.



Más extremo, desde luego, es aquel que no puede argumentar extravío porque desde que se propuso llegar sabía para qué quería el puesto. La honradez es virtud innegociable e inexcusable. En el ejercicio del gobierno, alguien puede equivocarse, decidir erróneamente, dudar o precipitarse; no es deseable, pero es comprensible. Pero robar (y no hay por qué buscar otra palabra más fina) es inaceptable. No hay justificación posible, aunque algunos intenten disfrazar o diluir el robo.



Sólo hay dos motivos por los que alguien no delinque cuando la tentación se presenta: o por principios o por temor. Los principios corresponden al orden de la virtud; el temor, al de la sobrevivencia.



Cuando los principios no operan, deben establecerse los controles. Una sociedad saturada de controles, a veces inoperantes, revela la profundidad de su descomposición. México disputa lugares relevantes en la lista de la corrupción.



Podrá alguien decir que la corrupción es una actividad que llegó para quedarse, así lo dice la historia, pero esto es falso. Si no se puede cortar el problema de raíz, sí existen medidas de fondo que ayudarían mucho si demandamos medidas concretas.



En mi siguiente colaboración propondré cuál puede una de estas medidas y veremos cómo está al alcance de nuestras manos y es factible de realizar… lo que necesitamos es participar, participar y participar, no importa la trinchera.


Imágenes:
http://www.peopleplus.com.mx/shake.jpg
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/
http://www.uv.es/entresiglos/