14 de julio de 2010

Un progresista es siempre un conspirador contra el destino...






Entrevista con Roberto Mangabeira

Boris Muñoz

Tildada de anacrónica, obtusa y violenta, la izquierda afronta una de sus peores crisis. Cuando el camino parece cerrado, alternativas como la del ex ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil abren de nuevo todas las puertas.

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Es difícil imaginar a Roberto Mangabeira Unger cuando llegó a Harvard en 1969 para una estadía de algunos meses. Era apenas un muchacho de 22 años que intentaba tomar distancia de Brasil, su país, donde la dictadura militar que había derrocado a Joâo Goulart acechaba a varios miembros de su familia. Antes de un año ya era el profesor de derecho más joven en la historia de la universidad más antigua y prestigiosa de Estados Unidos y el único latinoamericano en la Escuela de Leyes. Esto es bastante conocido y suele asociarse con otro momento singular en su fértil carrera intelectual y política. Aunque fue uno de los críticos más severos del primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores, en 2007 Lula lo nombró ministro de Asuntos Estratégicos, un ministerio sin cartera especialmente creado para que Mangabeira Unger se dedicara a trazar el porvenir de Brasil a largo plazo. Durante dos años intensos, recorrió el país de extremo a extremo y también sirvió de embajador oficioso para intentar persuadir a otros gobiernos de América Latina de la necesidad de disminuir la dependencia de los recursos naturales y encaminar a la región hacia un rumbo muy diferente del actual.

El escritorio de Mangabeira es un testimonio de su profunda conexión con Brasil: toda la superficie está cubierta por una colección de piedras semipreciosas que ha recogido en sus viajes a lo largo y ancho del gigante del sur. Es evidente que no es en ese escritorio donde pone sobre papel los articulados argumentos de su proyecto político contra lo que él llama la dictadura de la no-alternativa que subyuga al mundo (denominada por otros analistas “pensamiento único”). “Escribo de pie, así que hace muchos años diseñé yo mismo mi escritorio”, dice señalando una especie de atril de madera donde ha escrito buena parte de sus ensayos. “Lo curioso es que a los pocos meses vi un anuncio comercial de mi diseño en la revista The New Yorker. Alguien lo vio y se lo copió”.

La oficina es grande y espaciosa, con bibliotecas que cubren las paredes, y un sofá y dos butacas donde recibe las visitas.

En un interludio, Mangabeira reconoce que sus tesis irritan por igual a la izquierda y a la derecha. Por eso siempre está en riesgo de perder sus amistades en América Latina. “Mi situación tradicional en la política es tener un discurso que solo mis adversarios pueden comprender”, dice con una carcajada socarrona. Sin embargo, eso le da energías para seguir pensando a contracorriente. Por ejemplo, en uno de sus más recientes libros, Free Trade Reimagined (Princeton University Press, 2007), ataca con saña las presunciones seudoempíricas que rodean la doctrina del libre comercio y propone nuevos puntos de partida y diferentes avenidas para una economía global.

Aunque su obra pone de manifiesto la influencia de Marx, sobre todo por el uso del método dialéctico, Mangabeira es un ejemplar único en la amplia fauna marxista. Cada una de sus propuestas traspasa las fronteras del marxismo moralista y conservador. En la otra orilla del fatalismo histórico, su teorización se dirige a la búsqueda de un modelo de sociedad que haga de la vida común de los seres humanos una experiencia trascendente y sagrada.

Orientación

¿Tiene sentido seguir hablando de izquierda y derecha en nuestros días?

En primer lugar, discúlpame por usar una lengua fantasiosa, el portuñol, para tratar temas realísimos. Respecto a la pregunta, hoy en el mundo hay dos izquierdas. Una izquierda recalcitrante, nostálgica, que no tiene una alternativa para la economía de mercado y la globalización, pero que intenta restringir su marcha, sobre todo para defender los intereses de su base histórica: los trabajadores organizados en los sectores intensivos del capital. Es una izquierda que no tiene proyecto. Su proyecto es una negación. Hay una segunda izquierda que acepta el mercado y la globalización en sus formas actuales y quiere “humanizarlos” mediante la regulación del mercado y la redistribución compensatoria del ingreso. Por eso, su orientación es humanizar lo inevitable. No tiene programa o, más bien, es el mismo de sus adversarios conservadores, con un elemento humanizador. El mundo necesita de una tercera izquierda reconstructora y transformadora que se proponga reorganizar la economía de mercado y redefinir el curso de la globalización.

Pareciera que mientras no exista esa alternativa no tiene mucho sentido hablar de izquierda, sino de grupos que se oponen o intentan compensar la globalización. ¿Cuál es el objetivo de esa izquierda frente a las que acaba de esbozar?

El objetivo mayor de la izquierda es engrandecer la sociedad. Nunca fue simplemente humanizarla. Al contrario, siempre fue divinizar la sociedad, elevando las capacidades e intensificando la experiencia de los hombres y las mujeres comunes. El método para perseguir ese objetivo es reconstruir las instituciones. En este momento, eso significa democratizar el mercado, profundizar la democracia y capacitar al individuo. No es eso lo que estamos viendo en el mundo. En los países ricos del Atlántico norte, todo el horizonte programático se restringe a una tentativa por reconciliar la flexibilidad económica de los americanos con la protección social de los europeos en el marco del sistema institucional que ahora existe.

¿Cuál es el vínculo de esta tercera izquierda con formas de la izquierda histórica, como el socialismo marxista o el socialismo inglés?

Los liberales y los socialistas clásicos del siglo XIX tuvieron una idea semejante. Quisieron engrandecer la humanidad y propusieron un proyecto de transformación de las instituciones. En realidad, su idea del engrandecimiento de la humanidad era excesivamente restrictiva, porque estaba fundada en el modelo de la autoafirmación aristocrática que ellos quisieron universalizar. Su forma institucional era dogmática. Para los liberales era el derecho clásico de propiedad. Para los socialistas, la conducción de la economía por el Estado. Ambas cosas fueron sustituidas por un igualitarismo teórico, que lleva a suponer que la igualdad es el valor supremo, combinado paradójicamente con un gran conservadurismo institucional. Es decir, aceptar el horizonte de las instituciones existentes y humanizarlas con políticas sociales. Eso no es izquierda. Eso es una capitulación y una postración ante el destino. Un progresista es siempre un conspirador contra el destino.

Usted dice que la izquierda actual carece de programa y proyecto. ¿Cómo se distinguiría una nueva alternativa de izquierda frente a factores como el Estado, que siempre han sido un problema para la izquierda histórica?

Hay temas decisivos que definen el rumbo de esa izquierda. En primer lugar, democratizar la economía de mercado. El modelo ideológico imperante hace pensar en un modelo hidráulico: más mercado, menos Estado; menos mercado, más Estado. Ése no es el problema. Lo que quiere la humanidad es organizar un crecimiento económico socialmente incluyente, convertir la democratización de oportunidades y capacitación en el motor del crecimiento económico. Para eso es necesario reorganizar la economía de mercado. Porque no se trata de regular el mercado o de compensar sus desigualdades.

¿De qué se trata entonces?

Para comenzar, hay que innovar en la forma de coordinación estratégica entre las empresas y los gobiernos, una forma que sea descentralizada, participativa y experimental. Que sirva sobre todo para ayudar al crecimiento de las empresas pequeñas y medianas y que universalice en la economía un experimentalismo productivo vanguardista.

El segundo gran proyecto de esa izquierda es abrir un espacio que resguarde esta democratización en la economía del mundo. Significa que debemos separar algunos elementos de la ortodoxia económica que aceptamos en las últimas décadas. La parte que debe ser conservada es el realismo fiscal para cortar la dependencia del capital extranjero. La parte que debe ser rechazada es la idea de enriquecerse con el dinero de los otros, como lo hace el capital financiero, o enriquecerse a costa de los recursos naturales, como sucede en el caso del petróleo y el gas. En otras palabras, se trata de una movilización forzada de los recursos nacionales para abrir un espacio de rebeldía nacional.

El tercer gran proyecto es capacitar a los individuos con una educación basada en una mejor comprensión verbal y en una mayor capacidad de análisis numérico, dentro un sistema que reconcilie la enseñanza escolar con patrones nacionales de inversión y calidad.

El cuarto proyecto es profundizar la democracia. Una democracia de alta energía que eleve el estatus de la participación popular. Por ejemplo, a través del financiamiento público de las campañas y el acceso gratuito a los medios en favor de los partidos y los movimientos sociales organizados. También a través de la superación de los impases para acelerar el ritmo de la política; por ejemplo, mediante un sistema de elecciones anticipadas. Un esfuerzo para aprovechar el potencial experimentalista que tiene el régimen federativo para crear contramodelos y un camino que nos permita enriquecer la democracia representativa con trazos de democracia directa y participativa, pero sin diluir las garantías individuales.

La salvación institucional

Algunos de los experimentos actuales de la izquierda en América Latina se basan en la democracia participativa y directa. Esos mismos regímenes manifiestan un gran desprecio por la democracia representativa. Usted, sin embargo, sostiene que hay que combinar ambas formas.

No se puede progresar rompiendo con la democracia representativa. Solo se puede avanzar enriqueciéndola. En América Latina, como en gran parte del mundo actual, nos planteamos el falso dilema de elegir entre una política institucional antitransformadora y una política transformadora antiinstitucional. Lo que debemos perseguir como objetivo es construir las instituciones de una democracia más enérgica e innovadora, que no dependa de caudillos y personalismos y que supere el vicio del constitucionalismo estadounidense en la organización del Estado que copiamos en América del Sur. El constitucionalismo estadounidense asocia equivocadamente el principio liberal de fragmentar el poder con el principio conservador de desacelerar la política. Lo que debemos hacer es afirmar el principio liberal y rechazar el conservador. Éste es un ejemplo de la tarea de reinventar las instituciones. Cuando en América Latina no lo conseguimos, apelamos a un atajo: los personalismos, los salvadores de la patria, pasando por alto que la única salvación segura está en las instituciones.

Su planteamiento es muy interesante, pero a la luz de nuestra delirante tradición de caudillos y personajes resulta contrahistórico. ¿Cómo superar ese vicio tan arraigado?

No menosprecio el papel de los individuos. Hay un rol para la visión profética en la política. Cualquier política transformadora necesita simultáneamente de dos lenguajes. Un lenguaje de cálculo y negociación y un lenguaje de visión profética. La presencia de la visión profética es peligrosa, pero su ausencia es fatal. Al mismo tiempo, toda acción transformadora que se inicia por un mensaje encarnado en una acción ejemplar solo perdura cuando se transforma en un legado institucional. En mi país, Brasil, lucho desde hace muchos años por una alternativa de ese tipo. Estamos en América del Sur, construyendo el Mercosur, y hasta hoy sigue siendo un cuerpo sin espíritu, porque tenemos integración comercial, logística y energética, pero nos falta lo más importante que es un proyecto común.

¿Cree usted que es posible una integración política entre países institucionalmente disímiles?

Falta en primer lugar el contenido de un horizonte de desarrollo. Tienes el caso de la Unión Europea. Se construyó sobre la base de dos grandes presupuestos históricos: ser un proyecto de paz perpetua para poner fin al siglo de las guerras europeas y ser un espacio alternativo al modelo de Estados Unidos. Ahora pregunto: ¿cuál es ese horizonte en el caso de América Latina? La única cosa que tenemos hasta hoy, como alternativa al neoliberalismo, es el desarrollismo de la década de 1970. No es suficiente. Por eso vemos que en gran parte de América del Sur hay tres categorías de países. Hay países bien organizados, eficientes, países que aceptaron la fórmula liberal y capitularon en su propia búsqueda. En ellos prevalece la mentalidad de la república de Vichy. Hay una segunda categoría de países que quieren rebelarse pero no saben cómo y están hundiéndose en un pantano de conflicto y confusión. Y hay una tercera categoría de países que oscila entre las dos primeras, los que tenemos que buscar un camino alternativo para movernos hacia otras posibilidades.

La manera en que el trabajo y el mercado están organizados en nuestra época va en contra de esa idea. Por otra parte, las sociedades del sur tienen necesidades urgentes de alimentación, salud, educación y producción que hacen mucho más difícil un vigoroso experimentalismo institucional. Eso sin contar que son los países que más sufren una de las grandes paradojas de la globalización: el capital puede moverse libremente, pero las personas no. ¿Qué soluciones ve para este problema?

Es necesario descomponer el problema en sus elementos. En el caso de la reconstrucción de la economía de mercado, veo una serie de etapas. Insisto en etapas porque una práctica transformadora puede seguir un método gradualista y fragmentario, y tener un resultado radical si sigue una serie de pasos consecutivos guiados por una concepción rectora.

El primer paso es una política industrial que ayude a crecer a las pequeñas y medianas empresas –el sector más importante de la economía– y que impulse una travesía directa de la economía más rudimentaria a una vanguardista. El modelo industrial dominante en el mundo hasta hace poco fue el fordismo industrial o la producción a gran escala de bienes y servicios manufacturados por mano de obra semicalificada. Ahora estamos construyendo un nuevo paradigma basado en el conocimiento y que permite transformar la producción en una práctica de innovación permanente. La mayoría de la humanidad está excluida de este paradigma. Debemos organizar en nuestros países un viaje directo del prefordismo al postfordismo industrial. En agricultura, debemos superar al mismo tiempo el falso contraste entre agricultura industrial y agricultura familiar, asegurando condiciones empresariales para la pequeña agricultura.

El segundo es innovar en la forma de colaboración entre los gobiernos y las empresas. No hay que escoger entre el modelo estadounidense de un Estado que regula las empresas desde la distancia y el modelo del nordeste asiático que impone burocráticamente una política industrial y comercial unitaria. Lo que nos conviene es una coordinación estratégica descentralizada, pluralista y experimental.

El tercer paso es comenzar a formar regímenes alternativos de propiedad privada y social que pueden coexistir experimentalmente en la economía de mercado.

Y el cuarto, algo para mucho más adelante en el futuro, es crear condiciones que permitan superar la hegemonía del empleo asalariado como única forma de trabajo libre. Así es posible construir las condiciones para combinar el autoempleo con la cooperación y, simultáneamente, aprovechar las tendencias inmanentes de evolución económica y tecnológica para que en el futuro ningún hombre o mujer haga el trabajo que puede ser hecho por una máquina. El ser humano debe hacer todo lo que las máquinas no pueden. Todo lo que aprendemos a repetir lo pueden hacer las máquinas. Nuestro precioso tiempo debe estar reservado para lo que no podemos repetir.

Los puntos que acabo de trazar forman una trayectoria. No es la fórmula de un cambio instantáneo, sino un cambio de la economía de mercado paso a paso.

Crecimiento incluyente

Es un cambio que las instituciones globales difícilmente permitirán.

Es verdad que el sistema global conspira contra lo que propongo. Por ejemplo, el orden internacional de comercio está caracterizado por un maximalismo institucional. En nombre del libre comercio quiere imponer a los países comerciantes la adhesión a una variante específica de la economía de mercado. Debemos rechazar esa idea. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que la dialéctica transformadora comienza por la construcción de estados nacionales fuertes, al servicio del objetivo que goza de mayor autoridad en el mundo de hoy: organizar institucionalmente el crecimiento incluyente.

En nombre de un ideal de patria soberana, a veces esos proyectos nacionales desdeñan importantes atributos de la democracia como el pluralismo.

No debería ser. La democracia no es un impedimento para un proyecto nacional fuerte. Un proyecto nacional construido a partir de un voluntarismo jacobino y dependiente de personalidades autoritarias es un proyecto nacional frágil. El único proyecto nacional fuerte es un proyecto nacional montado sobre los pilares de una construcción colectiva, un proceso para definir el destino de la nación.

¿Qué rol juega el consenso en la construcción de ese proyecto que permita el avance?

En la política transformadora no basta organizar un consenso. Es necesario también organizar el disenso. El consenso por sí solo es un mínimo denominador común entre las fuerzas existentes, cuando no resulta en la imposición de un camino de arriba para abajo. Lo indispensable es que exista un camino transformador apoyado en una gran mayoría nacional pero que sea energizado por un disenso y un juego de alternativas nacionales. Sin esto cualquier proyecto es precario y enteramente dependiente de las imposiciones y los dogmas.

Si un programa como el suyo surgiera tendría que lidiar con los desafíos de la política real: una intrincada red de agendas partidistas, las personalidades de los líderes, los intereses empresariales y corporativos, incluso tendría que vérselas con las instituciones nacionales e internacionales que regulan la política de hoy.

La realidad no es simplemente una muralla de impedimentos. Es un juego de contradicciones. Cuando se tiene una idea, inmediatamente aparecen las oportunidades. Tomemos el caso de los progresistas en Estados Unidos. Ellos juzgan que su problema son las fuerzas contrarias y los grandes intereses que los acechan. No es verdad. Su mayor problema es que no tienen proyecto. Su proyecto es el de sus adversarios y por eso amenazan con desperdiciar la gran oportunidad transformadora de la crisis económica y financiera actual.

Permíteme explicarlo mejor. Hay dos tradiciones de reforma en Estados Unidos, una que defiende la pequeña empresa contra la gran empresa y otra que acepta al grande, pero lo regula a través del Estado. Ambas tradiciones son insuficientes, porque lo que hoy resulta necesario es reorganizar el propio mercado para posibilitar la inclusión y la democratización de oportunidades. Esa idea es muy diferente e implica un experimentalismo institucional. Es una paradoja que en una cultura tan experimental como la de Estados Unidos siempre le hayan querido dar a las instituciones inmunidad contra el experimentalismo. Hay un fetichismo y una idolatría institucional.

En América Latina tuvimos el problema inverso. Los estadounidenses creen haber descubierto la fórmula definitiva de una sociedad libre y el resto de la humanidad acepta esa fórmula o la rechaza mediante el despotismo y la pobreza. En cambio, en América Latina no nos damos crédito a nosotros mismos e importamos nuestras instituciones –¡ropa prestada que no sirve para resolver nuestros problemas!–. Y cuando nos desesperamos ante esta situación tomamos el atajo de El Salvador, del caudillo y de la idea revolucionaria mal pensada. Ése es el fondo de nuestro problema. Antes que ser un problema de intereses y fuerzas en conflicto es un problema de ideas.

¿En qué lugar cree usted que están dadas las condiciones para una transformación gradual revolucionaria?

Todo lugar tiene potencial de transformación y en general uno de los descubrimientos que hice en mi actividad pública es que siempre es más fácil transformar un país que transformar a una persona.

Ya que dice que es más fácil cambiar un país que a una persona, ¿podría contar brevemente cómo fue su experiencia de ministro?

Fue extraordinaria. Crearon para mí un ministerio nuevo, de formulación, que no tenía poderes ni recursos. Era un ministerio que trataba de todo, pero sin poder independiente. No obstante, tenía la capacidad de proponer y organizar dentro y fuera del gobierno la presión rumbo a un determinado cambio. Viajé por todo el país y descubrí que Brasil es una sociedad abierta a un gran experimento nacional, pero es necesario construir esta alternativa intelectual y políticamente. No creo en un método de cambio que consista en susurrar al oído del príncipe cuál es el camino. Es necesario llegar a la nación por un proselitismo doctrinario y una acción pública paciente. No hay otra alternativa.

¿Cuál es su opinión de la izquierda en Europa y Estados Unidos? ¿Dónde están con respecto a América Latina?

Perdidos. Perdidos por falta de ideas, por falta de coraje, por falta de imaginación. Rendidos. Es ridículo que en América Latina pretendamos imitar a esa gente. ¿Por qué imitar a los derrotados? Estamos acostumbrados a oír el mensaje que viene del norte, pero ahora no tiene ningún sentido.

¿Hay algún movimiento político latinoamericano que le dé esperanza?

No quiero señalar un ejemplo que funcione como la tendencia del futuro. En todo lugar hay oportunidades. Veo que en general el acontecimiento social más importante en América del Sur en las últimas décadas es el surgimiento, al lado de la clase media tradicional, de una segunda clase media, que es una clase mestiza, morena, que viene de abajo. Está compuesta por millones de personas que luchan para construir pequeñas empresas, que estudian de noche y que inauguran una cultura de autoayuda e iniciativa. Ya están al frente del imaginario popular. Son el horizonte que la mayoría quiere seguir, un horizonte mucho más pequeñoburgués que proletario. En el siglo pasado, en países como México, Argentina y Brasil, los gobernantes promovieron la revolución vinculando el Estado con los sectores organizados de la economía y la sociedad. Hoy la gran revolución sería que el Estado diera sus poderes y sus recursos para permitir que la mayoría siguiera el camino de esa nueva vanguardia de emergentes y batalladores. Para eso necesitamos democratizar el mercado y profundizar la democracia.

Esa segunda clase media pertenece en su mayoría al sector informal de la economía y, además, sufre de una enorme carencia institucional. Tiene un gran poder económico y movilizador pero está al margen. ¿Cómo puede un Estado brindarle protección institucional a ese sector sin hundirse bajo el peso que implica cargar a esta clase media sobre sus hombros?

A través de un conjunto de iniciativas convergentes. En principio, una educación capacitadora y analítica que garantice estándares de inversión y calidad. Yo digo que una de las grandes iniciativas en la educación sería que el Estado identificara en la masa pobre y trabajadora los grandes talentos, los grandes científicos y artistas latentes y les diera oportunidades económicas y educativas extraordinarias para llevarlos a las cimas del saber. Con eso el Estado crearía deliberadamente una contraélite republicana capaz de competir con la élite de herederos que tenemos en nuestros países.

Lo segundo son las iniciativas de política industrial y agrícola para los sectores pequeños y medianos, que constituyen el ambiente de esa segunda clase media, para poner en sus manos elementos del vanguardismo productivo.

En tercer lugar, un conjunto de iniciativas para revolucionar el modelo de relaciones entre el capital y el trabajo. Hay tres grandes problemas en este campo. Uno: un gran número de trabajadores informales no registrados. En muchos países puede ser un tercio o incluso la mitad de la clase económicamente productiva. Hay que exonerar la nómina de salarios para registrar a esos trabajadores. Dos: en la economía formal, una parte creciente de los trabajadores está en condición precaria, en trabajo temporal, tercerizados, o en trabajo autónomo. Hay que crear un nuevo estatuto de trabajo, al lado del ya existente, para proteger, organizar y representar a las personas en esa situación. Tres: en América Latina hace muchas décadas la tendencia apunta a la caída de la participación de los salarios en la renta nacional. El salario no acompaña los cambios de productividad. Hay que revertir esa tendencia, porque nosotros no tenemos futuro pensando que podríamos ser como una China con menos gente. Es decir, apostando a la globalización con trabajo barato y descalificado.

La solución es una escalada de productividad basada en una valorización y una calificación del trabajo. Se podría empezar organizando la participación de los trabajadores en los resultados de las empresas. Observo que tenemos dos discursos sobre el trabajo en la mayoría de nuestros países. Hay un discurso de la flexibilidad. Es el discurso neoliberal que los trabajadores interpretan correctamente como un eufemismo para describir la corrosión de sus derechos. Y hay otro discurso del derecho adquirido por la minoría sindical corporativista. Esto resuelve el problema de la minoría que está adentro, pero no el de la mayoría que está fuera del empleo formal. Lo que yo quisiera es una iniciativa calcada de los intereses de la mayoría.

Países como México han seguido en buena medida el modelo chino de la maquiladora y la mano de obra barata. Sin embargo, están sumidos en una profunda crisis.

Exactamente. Su apuesta es caer de rodillas diciendo: ya que no conseguimos reinventarnos, vamos a vender lo que tenemos que es trabajo barato y sin calificar. Es la receta infalible para un desastre nacional. A nosotros nos toca evitar los atajos, todos los atajos. Éstos son la venta del trabajo barato, la riqueza basada exclusivamente en la extracción de recursos naturales, el personalismo como alternativa a la reinvención institucional. La falta de esperanza en nuestros países nos ha llevado a la atracción fatal del cortoplacismo.

Mitos y dogmas

Hay países de América Latina que han intentado rebelarse contra la camisa de fuerza de las instituciones financieras internacionales y el dominio global de Estados Unidos. Desde su perspectiva, ¿es ésta la mejor forma de rebelión?

La rebelión de nuestros países siempre me recuerda una frase del Rey Lear: “Yo haré algunas cosas. No sé cuáles son”. La rebeldía es un prolegómeno que abre un espacio. La cuestión siguiente es cómo llenar ese espacio. Y ahí es donde generalmente fracasamos. La rebeldía es una condición necesaria, pero no suficiente. Necesita de una aliada, la imaginación. Pero sobre todo la imaginación institucional que nos ha faltado históricamente. Tenemos que reorganizarnos porque toda transformación profunda es simultáneamente una transformación de las instituciones y de las conciencias.

¿Puede la rebeldía actual conducir a una ampliación de la democracia y de las posibilidades de inclusión?

Solo cuando gane contenido institucional definido.

Uno de los pecados cardinales de la izquierda histórica ha sido ir contra la pequeña burguesía y la clase profesional, lo que en muchos casos ha llevado a la dictadura y el totalitarismo. ¿Ha sido superado este peligro?

No. La clase media a la que hice referencia es la forma sudamericana de la pequeña burguesía europea y aún no tiene destino ni voz política. La tradición catastrófica de la izquierda es considerar a la pequeña burguesía como su adversario. Pero hoy en el mundo hay más pequeñoburgueses que proletarios. Y como decía: la masa pobre tiene una actitud más pequeñoburguesa que proletaria. Ésa es la realidad y por eso necesitamos crear un proyecto magnánimo capaz de unir a los obreros organizados, a la masa pobre, a los pequeños empresarios de la clase media emergente y a los jóvenes profesionales.

¿Cuál es en el fondo el problema esencial? El atributo más importante de nuestros países es su vitalidad. Todo lo que tenemos de notable es el dinamismo, la anarquía creadora y el sincretismo insurgente. Sin embargo, históricamente todo lo que hemos hecho va contra nuestra naturaleza. Solo hay que ver la educación pública. En general, adoptamos un método francés clásico basado en un dogmatismo canónico que va contra la personalidad histórica de nuestros países. Adoptamos un diseño constitucional tomado de James Madison en Estados Unidos que fue concebido para impedir la transformación experimentalista de la sociedad. En todos los campos, adoptamos principios contrarios a nuestra naturaleza, como si, por falta de un número suficiente de guerras, hubiésemos decidido guerrear contra nosotros mismos. El resultado es una camisa de fuerza. Cuando la frustración con la camisa de fuerza es muy grande, apelamos al mito revolucionario y caudillesco, que es un acto de desespero. Yo, en cambio, quiero insistir en una sociedad entre la esperanza y la imaginación y quiero verla encarnada en un proyecto definido con contenido institucional.

Sin embargo, ¿cree usted que realmente es posible ampliar la escala de la economía vanguardista de la que habla, una economía altamente tecnológica e innovadora, pero muy costosa en términos de investigación y desarrollo?

¡Claro que lo es! Alcanzar esta economía es uno de los impulsos comunes en el proyecto de una izquierda alternativa: radicalizar y universalizar un experimentalismo democrático, en todos los sectores de la sociedad: la economía, la agricultura, el Estado, la educación, hasta llegar al individuo, pues la mente siempre se libera por un método dialéctico de contrastes de puntos de vista. Ése es el camino que toma en cuenta lo que somos. En lugar de imitar acervos franceses cansados, desesperados, ¿por qué no asumimos lo que somos y asumimos nuestra identidad mestiza y rebelde, anárquica y sincretista pero capaz de crear muchas cosas? Lo que falta es el equipamiento educativo y económico y el contexto institucional apropiado.

Usted ha alertado contra el peligro de que la rebeldía se convierta en un cesarismo populista. Esa idea parece el retrato hablado de la situación actual de Venezuela. ¿Qué puede decir usted de los desafíos que enfrenta la sociedad venezolana?

Hablando en términos generales, sin intervenir en las polémicas internas de una república, yo diría que me parece que hay dos grandes retos para la sociedad venezolana. El primero es una estrategia de desarrollo que disminuya la dependencia de las rentas del petróleo y utilice esas rentas al servicio de una verdadera diversificación productiva. El segundo gran reto es construir una nueva institucionalidad que resuelva, en la circunstancia venezolana, el contraste calamitoso entre política transformadora antiinstitucional y política institucional antitransformadora. En ese punto entran a jugar detalles muy importantes, para que, a partir de ahí, se pueda organizar una nueva convergencia nacional al servicio de esta idea.

Hay que señalar que es muy difícil avanzar hacia un proyecto alternativo en los términos de las polémicas existentes. Muchas veces los que se imaginan revolucionarios piensan de la siguiente forma: “Nosotros –dicen– no conseguimos consolidar en los hechos una alternativa, pero al menos liberamos a Venezuela de una circunstancia de subyugación colonial”. Y los opositores no comprenden estas palabras porque no valoran la importancia de la cuestión colonial y nacional. La cuestión nacional es el punto central porque remite a la pregunta: ¿somos o no somos un verdadero país?, ¿es nuestro destino obedecer, imitar y copiar?, ¿vamos a ponernos de rodillas o no? Ahora, como decía, estas preguntas corresponden simplemente al momento de rebeldía, y ese momento, como quiero acentuar, es solo un preámbulo. La rebeldía tiene que ser seguida por un proyecto, si no fracasará.

La rebeldía también es una coartada demagógica, cuando el momento preliminar ha sido superado hace tiempo. Se convierte en la retórica que ocupa el vacío del proyecto.

Ciertamente. Cuando falte el proyecto habrá una tentativa de perennizar la rebeldía, como si un hombre pudiese vivir una eterna adolescencia. Desgraciadamente, es una tentación muy común en las personas y las naciones.

¿Qué otros dogmas y mitos vician el avance de formas progresistas de izquierda?

Vamos a enumerar las premisas a cambiar. Primero, aunque la igualdad es un objetivo importante, es subsidiaria del verdadero objetivo: engrandecer a la humanidad.

Segundo: el camino no es sustituir al mercado por el Estado, así como no es sustituir la democracia representativa por la democracia directa. El camino es reinventar progresivamente el contenido institucional de la economía de mercado, ponerlo al servicio de la democracia y la inclusión, y así alcanzar una democracia que no necesite de la crisis para producir cambio.

En tercer lugar: la base social no puede estar contra la burguesía y la clase media. Tiene que incluirlas en una coalición amplia, generosa, popular y nacional.

En cuarto lugar: hay que sustituir los dogmas excluyentes por un experimentalismo generalizado. La economía de mercado no debe estar presa de un solo modelo, debe responder a regímenes alternativos de propiedad que coexistan en la misma economía de mercado. De igual forma, en la manera de organizar la democracia hay que valorar la capacidad de crear experimentos, como la necesidad de sustituir el federalismo clásico por un federalismo cooperativo que facilite la creación de contraejemplos del futuro.

En fin, una larga lista cuyo tema central es la reinvención de la estructura con contenido institucional definido. El propósito es equipar nuestro atributo más importante: la vitalidad. Esta izquierda se encuentra a favor de la energía, de la innovación. No es la izquierda del Atlántico norte, desesperada, que se limita a traer el azúcar para endulzar el proyecto liberal.

¿Por qué insiste en diferenciarse de los proyectos “humanizadores”?

¿Qué es la Tercera Vía? Es la primera vía endulzada. El azúcar es la redistribución compensatoria.

Desde su óptica, el caso de España parece aún más crítico que el de Inglaterra.

Ellos no son un modelo que debamos seguir. Necesitamos ahorrar para nosotros mismos y construir un proyecto diferente para América del Sur.

Intuición y cambio

Usted ha declarado su admiración por la primera etapa del New Deal en Estados Unidos, sobre todo porque no estaba orientada al consumo masivo. ¿Es posible desarrollar un programa de reforma social que no tenga como norte la ampliación de la base de consumo?

La creación de un mercado de consumo masivo no es un vicio. Es una virtud y un objetivo. Pero no puede ser el objetivo principal. Basta ver lo que ocurrió en Estados Unidos y los países europeos en la última mitad del siglo XX. Crearon un mercado de consumo en masa, pero no redistribuyeron el ingreso. La redistribución del ingreso y de las oportunidades fue reemplazada por una seudodemocratización del crédito, posibilitada, en parte, por una sobrevalorización de los inmuebles. Ésta es una de las raíces de la crisis financiera actual: una falsa democracia de crédito en vez de una verdadera democracia de propiedad y oportunidad. No debemos seguir ese ejemplo. Debemos construir una ampliación de oportunidades y capacitaciones. Ésa fue la primera intuición del New Deal que luego fue sustituida por una tendencia mucho más conservadora y superficial de democratización del consumo.

Al final de nuestra conversación, me queda la impresión de que muchas de sus ideas ponen en entredicho la noción de desarrollo que tenemos en el presente. Cuando hablo de desarrollo, me refiero a la creencia de que es posible una expansión ilimitada de la economía y la sociedad en un mundo cuyos recursos, paradójicamente, son limitados y cuya explotación está produciendo un acelerado deterioro medioambiental.

No creo que haya una contradicción entre desarrollo y preservación de la naturaleza. Enfrenté ese asunto muy directamente con respecto a la Amazonía, porque tuve la responsabilidad de llevar adelante los proyectos de desarrollo sustentable en la Amazonía brasilera. Intenté incorporar a nuestros vecinos amazónicos, incluso Venezuela, en un proyecto común. Cuando a las personas les faltan alternativas sostenibles, son llevadas inexorablemente a la devastación. La Amazonía no puede ser salvada por la policía, solo se puede salvar mediante alternativas que den oportunidades a las personas. Y déjame decirte que ése también es un proyecto revolucionario, aunque por ahora le falten todos sus componentes. Contenido tecnológico: una tecnología apropiada para explotar las florestas tropicales heterogéneas. Contenido técnico: cómo organizar el trabajo y remunerar los servicios ambientales avanzados. Contenido económico: cómo construir vínculos entre la floresta y las industrias urbanas para transformar los servicios madereros y no madereros de la floresta. Y el elemento jurídico institucional que lleve, por un lado, a encontrar alternativas distintas a entregar el bosque a las grandes empresas y, por el otro, a organizar la gestión comunitaria.

Doy el ejemplo concreto de la Amazonía, pero el tema general es el siguiente: en los países ricos prevalece una idea de la política ambiental como una política postideológica, postestructural. La idea básica es que la historia nos defraudó. En consecuencia, vamos a refugiarnos en la naturaleza como un gran jardín que nos permite consolarnos de las decepciones de la historia. Para nosotros la política de defensa de la naturaleza debe ser una incitación conducente a reinventar los grandes conflictos y las grandes controversias sobre las alternativas económicas y sociales, no un pretexto para abandonarlas.

¿Se considera un utopista?

Utopía es una palabra de significados excesivamente equívocos. Me considero un revolucionario y creo que esta fe revolucionaria es aún más importante en un momento contrarrevolucionario como el que vivimos. Pero muchas veces la revolución es mal representada por sus supuestos amigos. Por eso, necesitamos reinventar no solo sus contenidos sino también su forma. En ese caso, nos toca persistir y no entregarnos a la postración histórica. En América del Sur tenemos condiciones especiales para ayudar a traer luz y aliento a la humanidad y encarnar ante el mundo otra idea de las posibilidades de los seres humanos. Es un gran momento. Lo que más nos falta son las ideas. No se cambia el mundo solo con ideas, pero sin ideas no hay cambio.