Acidonitrix
Santiago Alba Rico


No condeno al rey Fahd, honrado por el
rey de España, que tala cabezas, poda manos y arranca ojos, que humilla a
las mujeres y amordaza a los opositores, que se enseñorea sin
periódicos, parlamento ni partidos políticos, que viola filipinas y
tortura indios y egipcios, que gasta la tercera parte del presupuesto de
Arabia Saudí en los 15.000 miembros de su familia y financia los
movimientos más reaccionarios y violentos del planeta.
No condeno al general Dustum, aliado de
los EEUU en Afganistán, que ha ahogado en un contenedor a mil
prisioneros talibán a los que había prometido la libertad y que murieron
chupando las paredes de hierro de su prisión.
No condeno a Turquía, miembro de la OTAN
y candidato a la UE, que en la década de los noventa borró de la faz de
la tierra 3.200 aldeas kurdas, ha dejado morir de hambre a 87 presos
políticos y encarcela al que se atreve a transcribir en kurdo el nombre
de sus ciudades.
No condeno al siniestro Kissinger, el
más ambicioso asesino después de Hitler, responsable de millones de
muertos en Indo- china, en Timor, en Chile y en todos aquellos países
cuyo nombre salió alguna vez de sus labios.
No condeno a Sharon, hombre de paz, que
dinamita casas, deporta civiles, arranca olivos, roba agua, tirotea a
niños, pulveriza mujeres, tortura rehenes, quema archivos, vuela
ambulancias, arrasa campos de refugiados y coquetea con la idea de
«amputar el cáncer» de tres millones de palestinos para hacer más
holgada la pureza de su estado «judío».
No condeno al rey Gienendra de Nepal,
educado en los EEUU, que desde el pasado mes de enero ha ejecutado sin
juicio a 1.500 comunistas.
No condeno a Jordania ni a Egipto, que apalea y encarcela a los que se manifiestan contra la ocupación israelí de Palestina.
No condeno la Patriot Act ni el programa
TIPS ni la «desaparición» de detenidos por el FBI ni la violación de la
Convención de Ginebra en Guantánamo ni los tribunales militares ni la
«licencia para matar» otorgada a la CIA ni el registro policial de todos
los turistas que entran en EEUU procedentes de un país musulmán.
No condeno el golpe de Estado en
Venezuela ni al Gobierno español que lo apoyó ni a los periódicos que,
aquí y allí, financiaron, legitimaron y aplaudieron la disolución de
todas las instituciones y la persecución armada de los partisanos de la
Constitución.
No condeno a la compañía estadounidense
Union Carbide, que el 2 de diciembre de 1984 asesinó a treinta mil
personas en la ciudad india de Bophal.
No condeno a la empresa petrolífera
estadounidense Exxon-Mobil, acusada de secuestrar, violar, torturar y
asesinar a decenas de personas que vivían en un edificio propiedad de la
compañía en la provincia de Aceh (Indonesia).
No condeno a la empresa Vivendi, que ha
dejado sin agua a todos los barrios pobres de La Paz, ni a Monsanto, que
deja sin semillas a los campesinos de la India y de Canadá, ni a Enron,
que después de dejar sin luz a media docena de países, dejó también sin
ahorros a 20.000 personas.
No condeno a las empresas españolas
(BBV, BSCH, Endesa, Telefónica, Repsol) que han vaciado las arcas de la
Argentina, obligando así a los argentinos a vender su pelo a los
fabricantes de pelucas y disputarse una vaca muerta para poder comer.
No condeno a la casa Coca-Cola, que
penetró en Europa a la sombra de los tanques nazis y que despide,
amenaza y asesina hoy a sindicalistas en Guatemala y Colombia.
No condeno a las grandes corporaciones farmacéuticas, que han acordado matar a veinte millones de africanos enfermos de sida.
No condeno el ALCA, que viola y
despedaza a las obreras de las maquiladoras de Ciudad de Juárez y hace
nacer niños sin cerebro en la frontera de México con EEUU.
No condeno al FMI ni a la OMC,
providencia de la hambruna, la peste, la guerra, la corrupción y de toda
la caballería del Apocalipsis.
No condeno a la UE ni al gobierno de los
EEUU, que ponen los acuerdos comerciales por encima de las medidas para
la protección del medio ambiente y que han decidido, sin plebiscito ni
elecciones, la extinción de una cuarta parte de los mamíferos de la
tierra.
No condeno las torturas a Unai Romano,
joven vasco que, hace ahora un año, fue convertido en un globo tumefacto
en una comisaría española, quedando hasta tal punto desfigurado que sus
padres sólo lo reconocieron porque en la cara seguía teniendo el mismo
lunar.
No condeno al Gobierno español, que el
pasado mes de abril estableció el estado de excepción sin consultarlo al
Parlamento y suspendió durante tres días derechos básicos recogidos en
nuestra Constitución (la libertad de movimiento y de expresión), con el
agravante de segregación racista, al impedir que los vascos viajaran a
Barcelona con ocasión de la última cumbre de la UE.
No condeno la Ley de Extranjería, que
expulsa a hombres débiles y hambrientos, los encierra en campos de
detención o los priva del derecho universal a asistencia sanitaria y
educación.
No condeno el «decretazo», que precariza
aún más el empleo, elimina los subsidios y deja a los trabajadores,
como hojarasca, a merced del cardo de los vientos de los empresarios.
No condeno, naturalmente, a Dios cuando
llueve, relampaguea o truena ni cuando la tierra tiembla ni cuando el
volcán vomita su fuego sobre los hombres.
Soy un demócrata: me importa un carajo
la muerte de niños que no son españoles; me importa un carajo la
persecución, silenciamiento y asesinato de periodistas y abogados que no
piensan como yo; me importa un carajo la esclavitud de dos mil millones
de personas que nunca podrán comprar mis libros; me importa un carajo
el recorte de libertades mientras sujete yo libremente las tijeras; y me
importa un carajo incluso la desaparición de un planeta en el que ya me
he divertido tanto. Soy un demócrata: condeno a ETA, a los que la
apoyan y a los que guardan silencio, aunque sean mudos de nacimiento; y
exijo, por tanto, que se prive de sus derechos ciudadanos a 150.000
vascos, que se les impida votar, manifestarse y reunirse, que se cierren
sus tabernas, sus editoriales, sus periódicos, incluso sus guarderías;
que se los meta luego en la cárcel, a ellos y a todos sus compinches
(desde el joven militante anti-globalización al escritorzuelo resentido)
y que, si todo esto no es suficiente para proteger la democracia, se
pida la intervención humanitaria de nuestras gloriosas Fuerzas Armadas,
fajadas ya en la heroica reconquista de la isla Perejil.
Soy un
demócrata: he condenado a ETA. Soy un demócrata: sólo he condenado a ETA
y formo parte, por tanto, de todas las otras bandas armadas, de las más
sangrientas, las más crueles, las más destructivas organizaciones
terroristas del planeta. Soy un demócrata. Soy un cabrón.