Por Koestler
Definitivamente los
colombianos estamos en manos de bandidos. Los más poderosos, ¡con uniformes! En
Bojayá, guerrilleros y paramilitares, sin respeto por la vida de los civiles se
enfrentaron hasta que se produjo el resultado de todos conocido: una masacre de
personas indefensas que corrieron a esconderse en una iglesia.
En muchos lugares de la patria, paramilitares con el apoyo directo o
cómplice de militares y policías, de políticos y gobernadores o alcaldes,
cometieron infinidad de crímenes, muchos de ellos masacres.
En Boyacá, para no ir muy lejos en el tiempo, durante el paro agrario,
los “representantes del orden” cometieron infinidad de tropelías contra los
civiles: hombres, mujeres y niños. Igual se presentaron crímenes de estos en
Norte de Santander, Cauca, Nariño, etc. Sólo basta mirar la infinidad de
testimonios gráficos que subieron al Facebook los ciudadanos.
En muchos de ellos se veía como los “representantes del orden”
(policías y militares) también se disfrazaban, mezclaban entre los
manifestantes e iniciaban las actividades de destrucción de la propiedad
privada y pública con el único fin de desviar la atención y desprestigiar las
luchas populares.
¡Y de agudizarlas, para poner en entredicho al gobierno nacional! Una
clara maniobra de los mandos militares y policiales con el fin de
desestabilizar al gobierno de Juan
Manuel Santos.
Pero lo de Bogotá ya es un claro ejemplo del desprecio que las fuerzas
armadas sienten por la población civil. ¡Seis personas asesinadas! ¡Sí!
¡Asesinadas! Vilmente asesinadas.
Usaron gases prohibidos por la convención internacional contra armas
químicas. Y no es un caso aislado.
Lo hacen a diario contra comunidades de estudiantes, indígenas,
mujeres, trabajadores urbanos y rurales: contra toda protesta social.
Es diciente el silencio del ministro de la guerra, Juan Carlos Pinzón, que ahora y
siempre, frente a los atropellos y crímenes que cometen sus tropas. Frente a la
masacre de Bogotá. Frente a muchas otras. Si en combate con las guerrillas
mueren militares, se desgañita gritando que son criminales, ocultando que el
gobierno no quiso alto al fuego, sino que exigió que las negociaciones se
realizaran bajo condiciones de guerra. Y guerra es guerra. Se mata y se muere.
No hay diferencia alguna entre un bombardeo a un campamento, cuando los
guerrilleros duermen, y el uso por parte de la guerrilla de bombas y otros
artefactos para atacar al ejército, salvo que son más eficientes y destructoras
las armas del ejército. Pero a mansalva actúan ambos. Usando el factor
sorpresa. De lo cual ninguno tiene derecho a quejarse.
Volvamos a lo de Bogotá, a lo del amanecedero o club nocturno que fue
atacado por la policía. Independiente de
las irregularidades existentes en dicho establecimiento, de que fuera
ilegal su funcionamiento, o, aún casos más graves, de ninguna manera es
tolerable la forma como actuó la Policía. Que, de paso, no es sino un ejemplo
más de la arbitrariedad y sevicia con la que actúa contra los civiles. Ahora
buscarán lavarse las manos echándole la culpa a unos cuantos policías, y de
pronto un oficial de bajo escalafón. Pero el problema es más grave.
Este acto es la expresión de
las órdenes que les dan sus superiores nacionales a la organización armada. Aquí los
verdaderos culpables son los mandos militares y policiales. Y se les debe
aplicar el mismo racero que usan con los jefes nacionales de la guerrilla: ¡los
hacen culpables de las acciones de los hombres bajo sus órdenes! Y las
instancias judiciales aplican este criterio. En cualquier país decente, o medio
decente ya habrían tenido que renunciar. Sin excusas. Son culpables por una
simple razón: han querido hacer de las fuerzas de seguridad
del país un grupo de criminales agresores contra la población que deberían
defender.
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