7 de agosto de 2010

El padre Anthony de Mello, textos

Religión

El viajero, totalmente harto: “¿Por qué demonios tuvieron que poner la estación a tres kilómetros del pueblo?”.

El solícito funcionario: “Seguramente pensaron que sería una buena idea ponerla cerca de los trenes, señor”.

Una estación ultramoderna a tres kilómetros de las vías seríá tan absurdo como un templo muy frecuentado a tres centímetros de la vida.

***
El Buda Kamakura estuvo alojado en un templo hasta que, un día, una gran tormenta echó abajo dicho templo. Desde entonces, la enorme estatua estuvo durante años expuesta al sol, a la lluvia, a los vientos y a las inclemencias del tiempo.

Cuando un sacerdote comenzó a recaudar fondos para reconstruir el templo, la estatua se le apareció en sueños y le dijo: “Aquel templo era una cárcel, no un hogar. Déjame seguir expuesto a las inclemencias de la vida, que ése es mi lugar.

***

Dov Ber era un hombre poco común, en cuya presencia la gente temblaba. Era un célebre experto en el Talmud, inflexible e intransigente en su doctrina. Jamás reía, creía firmemente en la ascesis y eran famosos sus prolongados ayunos. Pero su austeridad acabó minando su salud. Cayó gravemente enfermo, y los médicos no eran capaces de dar con el remedio. Como último recurso, alguien sugirió: “¿Por qué no pedimos ayuda a Baal Sem Tob?”.

Dov Ber acabó cediendo, aunque al principio se resistió, porque estaba en profundo desacuerdo con Baal Sem, a quien consideraba poco menos que un hereje. Además, mientras Dov Ber creía que sólo el sufrimiento y la tribulación daban sentido a la vida, Baal Sem trataba de aliviar el dolor y predicaba que lo que daba sentido a la vida era la capacidad de gozo.

Era mas de medianoche cuando Baal Sem, respondiendo a la llamada, acudió en coche, vestido con un abrigo de lana y un gorro de piel. Entró en la habitación del enfermo y le ofreció el Libro del Esplendor, que Dov Ber abrió y comenzó a leer en voz alta.

Y cuenta la historia que apenas llevaba un minuto leyendo cuando Baal Sem le interrumpió: “Algo anda mal... Algo le falta a tu fe”.

“¿El qué?” preguntó el enfermo.

“Alma”, respondió Baal Sem Tob.

***

Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo: “Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche. Esto es un templo, no un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte”.

A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera y preguntó: “¿Dónde está la estatua?”.

El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: “Pensé que iba a morirme de frío...”
El sacerdote gritó: “¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!”.

El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fijamente y comenzó a removerlo con su bastón.

“¿Qué estás haciendo ahora?”, vociferó el sacerdote.

“Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado”.

Más tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro Zen, el cual le dijo:

“Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo”.


***

Tetsugen, un alumno de Zen, asumió un tremendo compromiso: imprimir siete mil ejemplares de los sutras, que hasta entonces sólo podían conseguirse en chino.

Viajó a lo largo y ancho del Japón recaudando fondos para su proyecto. Algunas personas adineradas le dieron hasta cien monedas de oro, pero el grueso de la recaudación lo constituían las pequeñas aportaciones de los campesinos. Y TetsuGen expresaba a todos el mismo agradecimiento, prescindiendo de la suma que le dieran.

Al cabo de diez largos años viajando de aquí para allá, consiguió recaudar lo necesario para su proyecto. Justamente entonces se desbordó el río Uji, dejando en la miseria a miles de personas. Entonces Tetsugen empleó todo el dinero que había recaudado en ayudar a aquellas pobres gentes.

Luego comenzó de nuevo a recolectar fondos. Y otra vez pasaron varios años hasta que consiguió la suma necesaria. Entonces se desató una epidemia en el país, y Tetsugen vo!vió a gastar todo el dinero en ayudar a los damnificados.
Una vez más, volvió a empezar de cero y, por fin, al cabo de veinte años, su sueño se vió hecho realidad.

Las planchas con que se imprimió aquella primera edición de los sutras se exhiben actualmente en el monasterio Obaku, de Kyoto. Los japoneses cuentan a sus hijos que Tetsugen sacó, en total, tres ediciones de los sutras, pero que las dos primeras son invisibles y muy superiores a la tercera-

***

Dos hermanos, el uno soltero y el otro casado, poseían una granja cuyo fértil suelo producía abundante grano, que los dos hermanos se repartían a partes iguales.

Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado todas las noches, pensando: “No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha; pero yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que en mi ancianidad tendré todo cuanto necesite. ¿Quién cuidará de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro mucho más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es, evidentemente, mayor que la mía”.

Entonces se levantaba de la cama, acudía sigilosamente adonde su hermano y vertía en el granero de éste un saco de grano.

También el hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: “Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha. Pero yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo, acaso, que mi pobre hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo?”.

Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano.

Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.

Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se divulgó. Y cuando los ciudadanos decidieron erigir un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél.
La verdadera diferencia religiosa no es la diferencia entre quienes dan culto y quienes no lo dan, sino entre quienes aman y quienes no aman.


3 comentarios:

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