Con los tres de la última semana -uno en Turbo, otro en San Onofre, otro en San José de Apartadó- ya son cincuenta los líderes campesinos involucrados en la lucha por la recuperación de las tierras expoliadas que han sido asesinados en los últimos tres años.
Christian Salazar, delegado de la ONU en Colombia para los Derechos Humanos, daba en estos días una información escalofriante, pero que por lo visto no le produjo escalofríos a casi nadie: la Fiscalía está investigando 27.300 -veintisiete mil trescientos- casos de desaparición forzada. Son más que los que se cometieron en Argentina y Chile durante los años de plomo de las dictaduras militares. La Unidad Nacional de Fiscalías para la Justicia y la Paz publica otra cifra, todavía más espeluznante: en cuatro años, de junio de 2006 a diciembre de 2010, los paramilitares en teoría "desmovilizados" y sus sucesores de las púdicamente llamadas "bandas criminales" (neoparamilitares en colaboración con elementos de la fuerza pública) han cometido 173.183 homicidios y 34.467 desapariciones forzadas. El columnista Alfredo Molano hace en El Espectador una cuenta macabra: si todos esos muertos hubieran sido fusilados en hilera, la fila de cadáveres tendría ciento setenta y tres kilómetros de largo.
Todo esto se publica en los periódicos, y se comenta. Pero la justicia no avanza mucho. Hay casos comprobados de desaparición forzada seguida de asesinato que están empantanados a fuerza de argucias jurídicas desde 1987: desde hace treinta y cuatro años. Es el de Nydia Érika Bautista, citado en estos días en El Tiempo por el abogado Gustavo Gallón. Argucias jurídicas que serían cómicas si no fueran cínicas: por ejemplo, la de alegar que cuando sucedieron los hechos -por los cuales fue destituido el general Álvaro Velandia, en ese entonces comandante de la siniestra Brigada XX de Inteligencia del Ejército- la desaparición forzada no estaba tipificada como falta disciplinaria. Y entre tantos, testigos de los hechos, y la familia de la víctima, y el procurador delegado para los Derechos Humanos, Hernando Valencia Villa, que destituyó al general, han tenido que buscar refugio en el exilio para que no los maten también a ellos.
Porque aquí todo asesinato genera dos o tres más. Aquí se mata también a las familias, y a los testigos, y a los jueces. Hace tres días fue asesinada la juez que investigaba el caso de los niños violados y asesinados por militares -hay un soldado preso- en Arauca.
Tienen razón los nostálgicos del pasado gobierno que denuncian que hay inseguridad. La hay, sin duda. Pero es bueno mirar para quién.
Porque, como decía, la justicia no avanza mucho. Y a veces retrocede, como en el caso de la juez asesinada. Mencioné el ejemplo empantanado de la desaparecida Nydia Érika Bautista, y no se trata de una excepción. Igualmente empantanado sigue el juicio emprendido contra militares de alto rango por un hecho aún más antiguo, como fue la desaparición de los detenidos en la contratoma del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985. Todo se empantana y se pierde en una marea de olvido y de indiferencia. Y no pasa nada.
O más bien, al contrario, por eso pasa lo que pasa. Por eso sigue pasando lo que sigue pasando. Porque hay quienes piensan que ese olvido, y tal vez esa indiferencia, son condiciones necesarias para la reconciliación nacional. Para el "desarme de los espíritus" tantas veces mentado en nuestros últimos decenios de historia de sangre. Pero esos mismos decenios de sangre demuestran lo contrario: es el olvido de la sangre lo que hace que siga corriendo.
Por lo cual lo más probable es que tengamos que seguir haciendo cuentas macabras.
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